
Las gotas del sudor me caían irremediablemente a los ojos, haciéndome parpadear continuamente.Sin embargo, trabajaba sin descanso, con la espalda arqueada y contracturada por estar siempre en la misma posición. Sentía cómo mis músculos se tensaban cada vez que golpeaba con el martillo, haciendo caer trozos de madera. Pero no podía dejar de trabajar en aquella obra, que me aseguraría un puesto fijo en la corte de mi señor, el conde Enrique.
La talla de este altar plegable era difícil, un trabajo complicado, necesitado de manos hábiles. Tenía una fecha fijada, dentro de dos semanas, en la catedral de Burgos, con el prior correspondiente.
La madera era realmente grande, de unos diez pies de altura, y seria puesta en la capilla ardiente del padre del conde, fallecido en una batalla hacía poco. Por eso tanta prisa.
Mientras yo trabajaba, los demás constructores y artesanos también. El polvo se metía por mi nariz, llena de sudor.
Oímos el ruido del galope de varios caballos. Respiré profundamente mientrasdaba un último golpe y me giré sobre mis tobillos, curiosa.
Los demás dejaron su trabajo también.
Aparecieron dos caballos, montados por dos hombres robustos, con vestmentas elegantes y caras. El primero, ataviado con una túnica verde, llevaba un caballo grande, poderoso y fuerte, representando su rango de nobleza. El segundo era más grande, con los hombros cuadrados y vestido de foerma más pobre que el anterior, y su caballo era más delgado y nervioso.
Desmontaron con agilidad y pasearon la vista por la muchedumbre, con superioridad. Uno se acercó a un puesto y cogó una vasija, mirándola con interés. Luego suspiró y dejó caer la cerámica, que se hizo pedazos al tocar el suelo.El dueño se puso colorado y fue incapaz de pedirle explicaciones al hombre rico.
Se dió la vuelta, haciendo ondear su capa y se fijó en mí, una mujer con pantalones, y despues en mi obra, detrás de mí. Se me acercó, sonriendo como un bobo y sacó una daga, con intención de romper mi obra.
Pero yo no estaba dispuesta a permitíselo. Me planté en frente de él, obstaculizándole el paso y me miró a los ojos, realmente horrorizado. Pero no podía matar a una mujer delante de aquella gente.
Resopló, se guardó la daga y se volvió hacia su caballo. Montó con furia y me miró desde arriba. Le sostuve la mirada por un momento y me volví de nuevo a mi trozo de madera.
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